Alejandro Guevara Arroyo
1. Introducción
Sabemos que la lógica formal es el ámbito de estudio normativo uno de cuyos focos está en la abstracción y refinamiento de las reglas formales de la correcta inferencia. Estas, en algún grado, están ya vigentes en diversos contextos de razonamiento o argumentación[1]. A su vez, en el estudio lógico, el desempeño de estas reglas es analizado considerando los argumentos en sus facetas estructurales, abstrayéndoles así buena parte de su contenido. Eso es: formalizándolos (y simbolizándolos). Tal clase de instrumentos y reglas es lo que se encuentra típicamente en las secciones de los manuales de lógica dedicadas a la lógica deductiva, ora de primer orden, ora de segundo orden, modal, deóntica, etc.
Existe un ámbito alternativo de estudio sobre la forma y corrección de los argumentos. Se trata de lo que difusamente se suele denominar como lógica informal (o material), a la que pertenece el estudio de estructuras de argumentos no formalizados, en donde se complementan las consideraciones sobre los defectos estructurales de los argumentos con la consideración de errores o consecuencias pragmáticamente implausibles que presuponen o implican. En ocasión también se habla utiliza esa voz para el estudio informal de maneras no deductivas de razonamiento y, ante todo, de los llamados argumentos abductivos.
En los siguientes párrafos me interesa manejarme dentro de este segundo ámbito y analizar una clase de argumento defectuoso que se me ha presentado más de una vez en la vida diaria, incluso recientemente; un paralogismo (o falacia informal), podríamos decir. Lo he notado, en especial, en contextos de deliberación sobre cuestiones que genéricamente podemos denominar de ‘razón pública’, o sea, discusiones sobre asuntos prácticos que pretenden ser relevante para todas y todos en tanto comunidad. Le he denominado paralogismo informal de falsa censura o de confusión pragmática entre crítica y coerción.
2. Un diálogo imaginario en una reunión ciudadana para discutir un asunto de interés público
Loreano: Lo que sucede en este asunto es que el funcionario Pasquino es un corrupto. Así lo ha denunciado la periodista Behemencia. Mi posición es que deberíamos manifestarnos en esos términos contra Pasquino.
Amancia: Es un punto a considerar. Sin embargo, debo señalar que la acusación de Behemencia no ha sido confirmada por ninguna autoridad, y las pocas pruebas que ha ofrecido presentan ciertas inconsistencias. Además, el cuerpo de investigadores de Molestos con las mentiras ha señalado que la situación denunciada no encuadra en la categoría de corrupción y han dado pruebas que matizan lo dicho por Behemencia. A la luz de todo ello, parece que todavía no tenemos bases suficientes para sostener una conclusión tan contundente sobre Pasquino. Lo correcto sería investigar más y esperar antes de tomar acciones precipitadas. Loreano y el grupo actuarían de manera precipitada si procedieran de otro modo.
Rogelio: ¡Ah! Ya veo lo que pretende Amancia en todo esto. Lo que busca es censurarnos a quienes queremos sostener una crítica a Pasquino: parece que en este grupo solo se puede tener una posición, y si uno no está de acuerdo, buscan acallarlo.
Amancia: Para ponderar la posición que sostiene Rogelio, hemos de abordar otro tipo de discusión, de otro nivel, por así decirlo. Rogelio ya no discute propiamente el tema que nos ocupaba, sobre Pasquino, sino que alude a la actividad que estamos realizando. Según él, ciertas formas de dicha actividad serían indeseables. Acá caería lo que yo he dicho. ¿Te comprendo bien?
Rogelio: ¡Exactamente! Usted busca que no hablemos, que no sostengamos nuestras posiciones. ¡Nos busca censurar!
Amancia: Bien. Examinemos esta posición con algún detenimiento. Para ello, lo primero es clarificar en qué tipo de actividad estamos participando. Creo que podemos denominar genéricamente a dicha actividad argumentación. Hay muchos otros tipos de prácticas sociales: saltar en un concierto, realizar compras en una feria, llorar en un funeral. También hay diversas clases de argumentación, aunque lo que voy a sostener en breve entiendo que les es común a todas.
Por supuesto, las diversas clases de actividades no basan sus diferencias físicas propiamente, sino que dependen de nuestra capacidad, como participantes potenciales, de reconocer qué acciones y reacciones son adecuadas en cada contexto práctico.
Nótese que he utilizado la expresión ‘adecuadas’: se trata de un concepto normativo. Todas las prácticas humanas están constituidas y definidas por cierta normatividad, que es asumida por quienes las realizan. Esta normatividad es la que nos habilita para distinguir qué es adecuado y qué incorrecto en cada contexto. A veces esta normatividad es explícita (por ejemplo, cuando se indican códigos de vestimenta para un evento), pero, este o no formulada, siempre existe un cierto nivel implícito en toda práctica. Naturalmente, no se trata de leyes naturales: podemos explicitar y modificar las reglas que definen nuestras prácticas, y a veces lo hacemos.
Pues bien, entiendo que tu acusación consiste en sostener que he transgredido una regla de nuestra actividad de argumentación y deliberación: que he intentado forzar impropiamente a otra persona a abandonar lo que cree.
Rogelio: Un discurso bastante extenso, pero efectivamente algo así supongo.
Amancia: En ese caso, debés notar que tu posición presupone una cierta idea sobre qué es la actividad de discutir y argumentar, en la que estamos participando. Ahí se entiende que quienes participan buscan sostener sus posiciones sobre ciertos asuntos de manera apropiada. Pero, ¿qué podría significar esta expresión?
Rogelio: Quiere decir, obviamente, que cada quien debe sostener sus posiciones razonadamente, fundándolas en razones.
Amancia: ¿En cualesquiera razones?
Rogelio: Bueno, las mejores que se le ocurran. Razones pertinentes al tema, supongo, y fundadas en conocimiento sólidamente probado.
Amancia: No avancemos tanto. Quedémonos con el primer punto. Pareciera que la práctica que estamos realizando supone que lo correcto ahí es que cada quien debe sostener sus posiciones fundándolas en razones que considere adecuadas o correctas.
Rogelio: Así es.
Amancia: Pues bien, justamente por ello la crítica a las posiciones sostenidas en una argumentación es una parte esencial de dicha clase de actividad. Criticar significa buscar defectos en los argumentos y posiciones presentadas. Según vos mismo has aceptado, las posiciones deben fundarse en buenas razones, lo que implica que no deberían ser defectuosas. De este modo, la crítica es constitutiva de la argumentación y la deliberación, pues está dirigida a mostrar razones defectuosas. Si excluyéramos las críticas de la deliberación, desaparecería una de sus partes esenciales. Justamente, lo que hice en mi intercambio con Loreano fue criticar. No tendría sentido decir que con mis actos intenté forzar impropiamente a otros a sostener algo.
Rogelio: Me está malinterpretando. Yo no niego que se pueda criticar: critique lo que quiera. Pero usted hace algo más. Nos dice qué debemos sostener y creer. Eso de buscar obligarnos a adoptar ciertas posturas es, precisamente, parte de su intento de censura (que, por supuesto, rechazo).
Amancia: Ahora creo que comprendo mejor. Es cierto que al cerrar mi argumento sobre Pasquino propuse un punto de vista sobre cómo deberíamos actuar (dado que estamos ante un asunto práctico). En otras palabras, propuse una posición normativa sobre lo que debe hacerse. Sin embargo, tu objeción acá tampoco me parece viable, por lo siguiente.
En primer lugar, debe notarse que un acto de censura como la que a vos te preocupa supone la existencia de una orden o norma obligatoria emitida por quien pretende censurar. Sin embargo, en el tipo de actividad en el que participamos, yo no tengo ninguna autoridad especial: no puedo imponer órdenes ni establecer normas obligatorias. El enunciado normativo que formulé no busca imponerse como mandato, sino que se sostiene únicamente por las razones que ofrecí. Por así decirlo, su única “autoridad” proviene de la fuerza de las razones, no de un poder de quien la expresa.
Ahora bien, emitir enunciados normativos de este tipo también parece ser intrínseco a la argumentación práctica. Imaginemos, para ilustrarlo, que instauráramos una regla alternativa según la cual, en el contexto de una discusión pública y práctica, nadie pudiera proponer enunciados normativos sobre cómo debemos comportarnos o sobre lo que debemos creer, aun cuando estén fundados en buenas razones. Cada quien expondría razones sobre un asunto y luego debería guardar silencio para “no censurar” a sus interlocutores. ¡Qué práctica tan extraña y poco parsimoniosa de argumentación sería esa! Es dudoso incluso que estaríamos dispuestos a calificarla como tal.
Es cierto que, en intercambios sobre asuntos de la razón pública (especialmente si son emocionalmente sensibles), debemos manejarnos con prudencia: no contribuye de ninguna forma a esa práctica el maltratar a las personas mediante expresiones hostiles o insultantes. Pero sería pragmáticamente implausible extender esa necesaria cortesía hasta prohibir la propia actividad de discutir, criticar y proponer posiciones normativas contrapuestas y basadas en razones. Por todo ello, también en este punto estás equivocado.
3. Conclusión
Como ya adelanté, podríamos llamar a este un paralogismo informal de falsa censura o de confusión pragmática entre crítica y coerción. Eso es, efectivamente, lo que en casos como estos y otros análogos sucede. En síntesis, el error estriba en una confusión radical a nivel del tipo de práctica normativa en la que se está participando y lo que esta presupone., al no distinguir entre críticas (que son parte constitutiva de la argumentación y, por ende, de la deliberación sobre asuntos públicos) y el ejercicio de la coerción (que es un tipo de actividad autoritativa y de la cual la ‘censura’ sería una especie).
En síntesis, debe entenderse como un presupuesto pragmático-normativo de la práctica misma de argumentar que:
(a) discutir un punto no es censurar al interlocutor,
(b) criticar una posición no necesariamente implica maltratar a quien la expresa,
(c) y sostener una postura no es imponerla.
En cambio, homologar estas diversas prácticas lleva a una contradicción pragmática y, de ahí, el paralogismo.
La propia práctica de la deliberación y argumentación es intrínseca al ideal democrático[2]. Recuérdese que, para citar el prólogo de la famosísima Introducción a la lógica de Copi/Cohen, “las instituciones democráticas requieren que los ciudadanos piensen por sí mismos, que discutan libremente los problemas y que tomen decisiones con base en la deliberación y la evaluación de evidencias”. Así, preservarnos de confusiones como las del paralogismo presentado, resulta no sólo relevante para toda persona que valore la racionalidad, sino también para quien estima el ideal mismo de Democracia.
[1] La argumentación, obviamente, es una práctica humana. Podemos abstraer ciertas facetas de dichas prácticas en contenidos, que se nos presentan como argumentos o razonamientos (expresiones por cierto sinónimas).
[2] Por lo menos, a la versión del ideal que yo defiendo: la democracia como un foro (Elster).