La política es un espacio artificial creado en la modernidad occidental. No es una característica natural de todas las sociedades; en algunas nunca ha existido. Sin embargo, se funda sobre un hecho preconstitucional o pre-político (como lo denomina Castoriadis): la conflictividad interna inherente a las sociedades modernas.
Para generar una dinámica de poder estable, la modernidad occidental recuperó un artefacto de la antigüedad greco-latina: la política. Un espacio práctico acotado que traduce la conflictividad social en desacuerdos sobre justicia, derechos, bienestar y bien común.
El espacio político convierte decisiones que, sin él, se tomarían con violencia, en decisiones que se toman a través del poder de las palabras: mediante la convicción, el consenso y la persuasión. En su versión democrática, la política opera mediante varios mecanismos:
(a) Deliberación pública: para ganar “las mentes y los corazones” de la ciudadanía (Cristina Lafont).
(b) Negociación: que, en su mejor versión, se traduce en compromisos entre orientaciones ideológicas (como defendió hace tiempo H. Kelsen).
(c) Votación: Cuando el desacuerdo político persiste tras la deliberación y la negociación (lo que es usual), se recurre al mecanismo de la votación (de la ciudadanía o sus representantes), en la que se sigue el principio ‘una persona un voto’ –pero es imprescindible notar que la votación se da luego de los otros procesos político, como recuerda el magistrado alemán Böckenforde-.
En este punto, es importante precisar que estos mecanismos está enunciados en términos amplios. Sin embargo, no ha de entenderse que ahí están señaladas formas precisas de cómo ha de llevarse adelante el desacuerdo político. Cabe destacar que, bajo el primer mecanismo, pueden incluirse incluso prácticas políticas de "alta intensidad"[1].
Es más, considero que está ampliamente justificado que tales prácticas estén protegidas constitucionalmente. La política de alta intensidad resulta particularmente pertinente en comunidades políticas como las latinoamericanas, donde existe una profunda desigualdad social en los recursos necesarios para acceder al poder político. Esta desigualdad favorece a pequeñas élites político-económicas, pero limita el acceso al poder de una mayoría de la ciudadanía, y, especialmente, a grupos estructuralmente excluidos (por factores económicos, raciales, étnicos, entre otros). En estas condiciones, es razonable que la política adopte formas diversas y en ocasiones intensas, con el fin de que ciertas voces, preocupaciones e ideologías sean escuchadas tanto por el resto de la ciudadanía como por quienes ocupan cargos de representación.
En síntesis, el pueblo en una democracia moderna es un pueblo en desacuerdo sobre qué reglas son justas o adecuadas para vivir en comunidad, pero que comparte normas y procedimientos para resolver esos desacuerdos, tratando a toda la ciudadanía como agentes políticos iguales. El desacuerdo político es una de las facetas constitucionalmente inherentes e imborrables de la democracia.
Las acciones que niegan este desacuerdo, que buscan suprimir alguna de las orientaciones ideológicas presentes en la comunidad o que intentan resolver el conflicto fuera de los cauces políticos, no son otra cosa que actos de violencia política. Estas acciones se colocan fuera de los marcos de la democracia constitucional y pueden constituir una de las principales amenazas para su subsistencia [2].
[1] Es más, considero que está ampliamente justificado que tales prácticas estén protegidas constitucionalmente. La política de alta intensidad resulta particularmente pertinente en comunidades políticas como las latinoamericanas, donde existe una profunda desigualdad social en los recursos necesarios para acceder al poder político. Esta desigualdad favorece a pequeñas élites político-económicas, pero limita el acceso al poder de una mayoría de la ciudadanía, y especialmente a grupos excluidos estructuralmente (por factores económicos, raciales, étnicos, entre otros). En estas condiciones, es razonable que la política adopte formas diversas y en ocasiones intensas, con el fin de que ciertas voces, preocupaciones e ideologías sean escuchadas tanto por el resto de la ciudadanía como por quienes ocupan cargos de representación.
[2] Los ejemplos en la historia occidental son muchos. Pueden traerse a colación algunos casos latinoamericanos. Del lado de las derechas: el golpe de Estado que sucedió en 1966 en Argentina, mediante el cual el general filo-fascita Onganía expulsó al presidente socialdemócrata del partido Unión Cívica Radial Arturo Umberto Ilia. El golpe contra el presidente guatemalteco Juan Jacobo Árbenz Guzmán, en 1954, orquestado por la CIA y apoyado por la derecha guatemalteca. Por supuesto, el golpe de Augusto Pinochet en contra del presidente legítimo, el socialista Salvador Allende, en 1973. Por el lado de las izquierdas, están los movimientos revolucionarios que en la década de la década de 196 y 1970 sembraron terror en las débiles repúblicas latinoamericanas: Montoneros, las ERP, Sendero Luminoso, las FARC-EP, entre otros muchos. Las derechas han procedido bajo el entendimiento de que aquellas acciones de movimientos políticos contrarios son de tan inaceptables, sus fines tan incorrectos desde sus posiciones ideológicas, que no resulta necesario cumplir las reglas democráticas que sí reclaman para sí mismas, con tal de no habilitar el avance político de sus adversarios. Las izquierdas revolucionarias, por su parte, incurrieron en lo que Engels denominó comunismo infantil, que en mi versión consiste en lo siguiente: la creencia (y consiguiente práctica) de que basta obtener ‘el poder’ para superar el hecho de la política, o sea, el hecho del desacuerdo y encaminarse así a una sociedad sin dominación (hay un trasfondo aún más profundo en este punto, que aquí no puedo desarrollar; sugiero acudir a Atria, La Forma del Derecho, capítulo 21).
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