Como es bastante conocido, la primera versión de la crítica de Waldron fue formulada en su relevante obra Derecho y desacuerdos (publicada en nuestro idioma en 2005 en Madrid, por Marcial Pons). La versión del argumento que revisé en esta ocasión, fue, sin embargo, la más reciente. Esta fue formulada en The core case against judicial review, publicado en nuestro idioma en la obra compilatoria Contra el gobierno de los jueces, ventajas y desventajas de tomar decisiones por mayoría en el Congreso y en los tribunales (publicada en Buenos Aires por Siglo XXI, en el 2018).
2.
No me
interesa extenderme demasiado en el argumento, pues es muy conocido. Lo
resumiré muy brevemente. Lo que si se traerá a colación es el cierre que le da
Waldron a su exposición. Ahí, señala que hay cinco estrategias complementarias
que los defensores de una juristrocracia suelen presentar a la objeción
democrática. Vale la pena mencionarlas en esta síntesis, pues creo que son
menos conocidas.
3.
Resumo
el argumento principal: Se trata de una versión algo más situada y acotada del
argumento original en sobre la ilegitimidad democrática del judicial review. En Core case, Waldron especifica que su crítica se dirige sólo contra
el control judicial fuerte, o sea, contra el diseño institucional que le da la
última palabra y autoridad suprema a un órgano con estructura de tribunal
judicial, para determinar el sentido y alcance de los derechos fundamentales y
así decidir su compatibilidad con las leyes democráticas.
Adicionalmente, Waldron incluye cuatro restricciones
contextuales: los casos nucleares en los que su argumento adquiere toda su
potencia, se dan en sociedades con ciertas características.
En primer lugar, la comunidad política dispone de
instituciones políticas democráticas más o menos funcionales, incluida alguna
institución parlamentaria dedicada a ejercer el poder legislativo, que ha sido
electa mediante procedimientos democráticos representativos en una votación
libre de toda la ciudadanía.
En segundo lugar, esa sociedad cuenta con un conjunto
de instituciones judiciales la mayor parte de las cuales tienen un
funcionamiento relativamente adecuado.
Tercero: se trata de una comunidad política en la que se
reconoce la idea de que existen derechos fundamentales que protegen a
individuos y minorías. Aceptar esta idea quiere decir que aun cuando sus
integrantes asumen diversas concepciones del bien común y aceptan que este ha
de perseguirse, simultáneamente comprenden que hay las personas y las
comunidades minoritarias tiene derechos que no pueden ser trasgredidos
meramente porque resulte conveniente para la mayoría.
En cuarto lugar:
a pesar del hecho mencionado en el punto previo, en esa sociedad también existe
un profundo, irresoluble y honesto desacuerdo acerca de todos los aspectos de
la política, incluido el contenido y alcances de los derechos fundamentales
sobre cuya idea genérica se está normalmente de acuerdo. En jerga filosófica: hay
acuerdo en el concepto de los derechos, mas no en las concepciones.
4.
El
argumento waldroniano consiste en la comparación de la legitimidad democrática
de dos modelos institucionales de decisión sobre el contenido de dichos
derechos.
En uno de esos modelos, el órgano judicial tiene la
última palabra sobre el contenido y alcances de los derechos fundamentales. En
el otro, el órgano parlamentario democráticamente electo tiene la palabra final.
La comparación entre estos modelos se realiza en dos
niveles. El primero, alude al valor de los resultados de protección de los
derechos fundamentales que arroja un modelo u otro. Por supuesto, no se puede
resolver este asunto considerando coyunturalmente el desempeño de ejemplos de
los órganos: ha de tratarse de los modelos institucionales y la operación que
de sus reglas puede esperarse.
En este nivel, la comparación es no concluyente. No
hay bases para suponer que un órgano parlamentario democrático, organizado
adecuadamente, no pueda cumplir y proteger apropiadamente los derechos
fundamentales constitucionalmente consignados, frente a un órgano con forma
judicial.
El segundo nivel es el del valor intrínseco del
procedimiento mismo. Acá lo que hay que comparar es la legitimidad democrática
que incluye la forma del proceso de decisión tal y como es presentado por los modelos
institucionales.
Según Waldron, en una sociedad entendida como conformada
por individuos autónomos y con igual dignidad, pero entre quienes median
genuinos y honestos desacuerdos sobre sus asuntos comunes, incluyendo el
sentido y alcance de los derechos fundamentales, el resultado de la comparación
es contundente.
Ahí, la balanza de la legitimidad se inclina
claramente en favor de los Congresos democráticamente electos, deliberativos,
en los cuales prima una regla de mayoría para decidir, comparado con un órgano
colegiado cuyas decisiones no son democráticamente responsables, que no
delibera públicamente y que finalmente toma la decisión también por regla de
mayoría de quienes lo integran.
5.
Según
el filósofo neozelandés, los defensores del control judicial de
constitucionalidad fuerte, han montado
varios intentos desesperados por compatibilizar esa institución con valores
democráticos.
Primero, han dicho que las y los jueces constitucionales
no deciden sobre los alcances e implicaciones de los derechos fundamentales (sustantivamente
considerados), sino que meramente aplican las decisiones que ya han sido tomadas
por el pueblo e incorporadas en las cartas constitucionales de derechos. Pero
este punto oculta lo que es obvio: las cartas constitucionales de derechos no
reducen ni resuelven los desacuerdos sustantivos o políticos sobre su
contenido, presentes en la propia comunidad política. Cuanto mucho, fijan los
términos de la discusión.
Segundo, en la misma línea, se dice que el órgano
judicial se limita a hacer valor los compromisos sociales del pasado. Pero no
es viable considerar que una comunidad política democrática se ha comprometido
con una concepción específica y particular de los derechos fundamentales, tal y
como suelen ser formulados en la parte dogmática de las Constituciones.
Tercero, se afirma que si a un Congreso no le parecen adecuadas las
decisiones judiciales sobre derechos fundamentales, pueden intentar cambiar el
texto de las Constituciones. Sin embargo, la variación de las constituciones
normalmente incluye medidas muy difíciles de cumplir, incluyendo supermayorías
y otras medidas semejantes. Es espinoso dar una respuesta satisfactoria a una o
un ciudadano (o grupo de la comunidad política) que se pregunta por qué para
tomar posición sobre sus derechos fundamentales se requiere un procedimiento
tan complicado y distinto al parlamentario, en especial si se compara con el
procedimiento del órgano judicial (i.e. una votación en una camarilla integrada
por muy pocas personas, en las que triunfa una mayoría simple).
Cuarto, suele decirse que también los jueces de las
altas cortes tienen alguna credencial democrática: después de todo, normalmente
son electos por los propios Congresos. Aquí el asunto es comparativo, dice
Waldron. Lo cierto es que las y los representantes populares que integran un Congreso
democrático, son responsables electoralmente ante la ciudadanía y que tienen
diversos puentes con la comunidad política. Estos puentes son distribuidos
mediante derechos políticos de forma igualitaria entre todas las personas
ciudadanas. Frente a este modelo, las altas cortes y tribunales constitucionales,
como cualquier tribunal moderno, está diseñado justamente para no ser
responsable político-democráticamente. Las
credenciales democráticas de los Congresos claramente son superiores también en
este respecto.
Quinto, se puede decir que a veces el control judicial
fuerte brinda una vía adicional para la actividad política ciudadana. Esto
tiene alguna base, pero lo cierto es que se trata de un modelo institucional
que no está montado mediante los principios constitucionales de igualdad
política, ineludibles para la legitimidad democrática. Quizás si el orden
constitucional es democráticamente deficitario, esté justificado habilitar este
camino para la ciudadanía. Pero en un contexto democrático relativamente
funcional, no es una forma política de intervención democrática.