Alejandro Guevara Arroyo
Algunos
religiosos vivos (y muertos) han defendido una doctrina peculiar con la que
justifican la existencia de un ente divino. Le llamaremos la doctrina del
propósito cósmico. Resumamos una versión sencilla de esa tesis. Quizás esta
concepción sea parcial o totalmente suscrita por alguno de los articulistas que
con frecuencia publican en La Nación. Por ejemplo, en el ensayo de Fernando
Zamora, El escándalo de la Navidad,
publicado el 20/12/2016 o en el texto El
sinsentido del ateísmo contemporáneo de Miguel Valle Guzman, aparecido el 21
de enero del año en curso. El señor Victor Hurtado analiza las insuficiencias
del primero en un texto intitulado Las culpas no se heredan publicado en el mismo diario, el día 6 de enero de
este año.
Luego de reconstruir la doctrina en cuestión, revisaremos su
idoneidad.
Según
esta doctrina, puede notarse un progreso áureo, una especie de ascenso ordenado
–e indudablemente valioso- ya sea en el devenir del cosmos, en las diferencias
entre las especies de seres vivos e -incluso- en su evolución. ¡Todo tiene una
razón! Notamos, por ejemplo, que mediante la evolución el mundo nos ha
producido a nosotros, la especie humana. Vemos, además, que el humano es más
sabio que el feral jaguar y que posee creencias y prácticas más sublimes que
las de la hormiga. En todo esto, se nota un progreso ordenado que culmina en el
humano, sus valores, ideales y loables capacidades.
Empero,
-dice la doctrina- si el cambio en el mundo es un progreso, debemos a su vez aceptar un propósito o un fin de ese
cambio. El propósito es la razón de nuestra existencia. Por supuesto, este
propósito o finalidad no es el mundano, que cualquiera de nosotros le pueda dar al mundo. No. El mundo (o alguna de
sus partes), tiene -como incrustado- el propósito. Si no aceptamos esto, el
mundo no tendría “razón” (como dice Zamora en su artículo). Sin embargo, si el
cosmos tiene un propósito, alguien
superior debe habérselo dado. Podemos llamarle a tal entidad Dios.
Algunas
consideraciones muy puntuales muestran la debilidad de este argumento y de
otros semejantes. Veamos.
Primero,
supongamos que las premisas de la doctrina son aceptables. ¿Qué es lo que
necesariamente hemos probado? Hemos demostrado la existencia de un ser especialmente incompetente y
bastante débil. Caso contrario, si al crear el mundo este ser buscaba cierta
finalidad, podría haberla generado directamente. En cambio, dilató el arribo
del fin valioso, interponiendo la generación del sistema solar, la ameba y el
ictiosaurio. O no sabía cómo alcanzar el propósito directamente (i.e. es
incompetente) o no podía hacerlo (entonces es débil) o ambas.
Como si fuera poco, la entidad demostrada parece ser bastante
malvada. Como escribió la filosa pluma de Bertrand Russell, si este mundo “es
el resultado de un propósito deliberado, el propósito tiene que haber sido el
de un demonio”. Sobre esto, ya Hurtado se refirió agudamente en su ensayo, al
cual remito.
La segunda debilidad de la doctrina está en
sus premisas. Lo primero aquí es notar que los cambios en el mundo son ordenados, pero no muestran ningún progreso o ascenso. Decir que las cosas cambian de forma ordenada, es decir
que cambian en formas regulares,
mediante relaciones específicas de determinación
constante. Este es el concepto de
orden presupuesto por las formas más racionales de conocer el mundo: las
ciencias. En dicha concepción, todo proceso o estado de cosas está determinado
o causado. En la forma de teorización científica, la idea de progreso finalista
es gratuita. Las razones y los propósitos son humanos.
Dicho
sea al paso, esta alternativa es ocultada en la falsa dicotomía presentada por
Zamora en su texto. Ahí afirma que es necesario optar entre dos tesis: que el
mundo es una “portentosa suma de coincidencias” o que fue creado por una
inteligencia con propósito y finalidad. Tal disyunción es falsa, pues tenemos
otra opción: todo proceso en el mundo es el producto de otros procesos, que
suceden de forma regular y constante. Gracias a la teorización
racional, podemos descubrir dichas regularidades.
Tampoco
en la tesis de la evolución mediante selección natural de las especies es
necesario asumir la idea de progreso o asenso hacia una finalidad. Según la
teoría de la evolución, toda mejoría de una capacidad o característica de una
especie frente a otra, siempre es contextual a cierto medio ambiente. Pero no
hay ningún progreso, finalidad o valores intrínsecos en los cambios del medio
ambiente. Por ejemplo, los tiranosaurios rex tenían las mejores características
como cazadores en su medio ambiente. Empero, de nada le sirvieron esas
capacidades cuando cayó el meteorito. En ese último medio ambiente, las mejores
características –para la supervivencia- eran las de la rata o –más exacto- las
de la musaraña. La teoría de la evolución biológica señala que la musaraña
estaba mejor adaptada para sobrevivir en ese ambiente que el tiranosaurio. Pero
no dice que la musaraña esté más cerca de ninguna finalidad valiosa. Lo mismo
es cierto para el humano.
Finalmente,
cabe preguntarse: ¿por qué suponer que el universo va mejorando? e –incluso-
¿por qué creer que el humano es un progreso sobre el gato o el manatí? Una
respuesta es considerar que el humano es superior, pues tiene algo intrínsecamente sublime. Las ciencias no
parecen sustentar tampoco esta idea. Aun
así, podríamos insistir que con el humano se cumple un propósito excelso, porque
así ha sido dotado y previsto por el creador del universo. No obstante, tal
respuesta sería una falacia de petición de principio con respecto a lo que
intentábamos demostrar (la existencia de Dios).
En cambio, como decía Montaigne, “quien sondee su ser
y sus fuerzas por dentro y por fuera sin suponer [un] privilegio divino, quien
contemple al hombre sin adularse, no verá en él eficacia ni facultad que huela
a cosa distinta que la tierra y la muerte”.
Queda
así confutada la doctrina del propósito cósmico en la versión sintética y
simplificada que hemos presentado. De esto se infiere que sus argumentos son
inadmisibles. Se colige que no se ha demostrado la existencia del ente divino.
Por todo lo anterior, la posición racionalmente mejor cimentada sobre la
existencia del ente divino sigue siendo la incredulidad[1].
[1] Este
documento fue publicado en el medio digital Contexto, el día 24 de febrero del 2017. Es
visible mediante el siguiente vínculo: http://contexto.cr/opinion/2017/02/24/indudable-proposito-del-cosmos/