Alejandro
Guevara Arroyo
1. En el texto de John Hospers (1961, 24-27), leí la distinción entre reglas morales tácitas y explícitas. Esta distinción es útil para diferenciar moralmente entre lo que las personas dicen y lo que las personas hacen. Las reglas morales explícitas son aquellas normas de conducta que las personas defienden como propias ante sí mismos y ante los otros. Mientras tanto, las reglas morales tácitas son aquellas normas presupuestas en nuestra conducta efectiva.
1.1. A continuación algunas precisiones
metodológicas y epistémicas sobre la distinción.
1.1.1. Quien analiza
una situación mediante esta distinción, presenta una reconstrucción hipotética de aquellas reglas morales que serían
consecuentes con ciertas conductas efectivas. Dicho análisis no puede recibir
otro estatuto epistémico pues: (i) la propia persona cuya conducta se examina
no expresa dichas reglas (y muchas veces, no es consciente de ellas) y (ii) una
conducta puede ser consecuente con un conjunto amplio de reglas morales o con
una multitud de códigos que ordenan dichas reglas.
1.2.1. Por otra
parte, la hipótesis que se presenta utilizando dicha distinción puede ser
testada (a) mostrando que la o las reglas morales reconstruidas no son en
realidad consecuentes con la conducta o (b) exponiendo que la conducta efectiva
es más complicada que lo que el analista asumió. Si (b) fuera el caso, es
posible que sea errada la hipótesis reconstructiva sobre reglas tácitas. En
acuerdo con lo anterior, las hipótesis presentadas utilizando este instrumento
conceptual tienen una baja posibilidad crítica intersubjetiva, aunque no es
nula.
2. Utilicemos este instrumentos
conceptual para analizar un ejemplo.
2.2. El hecho que relataré a
continuación me sucedió hace poco tiempo, mientras impartía lecciones (de
filosofía del derecho) en la facultad de derecho de la Universidad de Costa
Rica. Como el lector quizás sepa, el edificio de la facultad de derecho se
encuentra a pocos metros de una concurrida vía principal de la capital
costarricense. Así, lo normal es que el docente debe luchar por ser escuchado
por encima del barullo de los vehículos automotores de toda calaña que
transitan mientras se imparten las lecciones.
Debido a esto, cierro las ventanas de las clases, esperando así
reducir el escándalo. Esta solución crea otro problema: en las húmedas mañanas
costarricenses, la temperatura promedio puede rondar los 25 grados centígrados.
Con las ventanas y puerta cerrada, el aula se transforma en un espacio análogo
a una sala sauna. Así, para no vernos sometidos a una situación ya rayando lo
tragicómico, abro la puerta de mi clase para que circule algo de brisa.
Con estas aclaraciones situacionales previas, les presento de
seguido el anticipado ejemplo. En uno de esos días colmados de ruido y calor,
sucedió que (mientras alguno de mis discentes exponía) un grupo de estudiantes
de alguna otra clase emprendió un vehemente debate en el pasillo de la
facultad, dedicado a determinar el lugar en que se reunirían en horas de la
tarde (olvidé cuál sería el motivo de su encuentro, aunque también de esto me
enteré sin quererlo). Sorprendido por la situación, acudí al exterior del aula
y les solicité que se dirigieran a otro espacio fuera del recinto académico
para solucionar su pesquisa. Intentando no exaltarme, les hice ver que estaban
perturbando la actividad intelectual que se estaba realizando en la clase.
Para mi asombro, varias de las personas a las que me dirigí se
mostraron considerablemente molestas por la solicitud. Inicialmente, se negaron
a partir y luego (tras insistir yo y llamar la atención sobre algunos artículos
del reglamento de orden y disciplina universitario que favorecían mi posición)
se retiraron mal humorados.
2.3. Analicemos este caso. En Costa Rica,
como en tanto otro lugares, es común que las personas consideren y defiendan
que la solidaridad y la empatía son cuestiones deseables y valiosas. Por otra
parte, el egoísmo (esto es, actuar en beneficio propio a costa y sin tener en cuenta el bienestar ajeno) es algo que
debería sancionarse en la mayoría de los casos. Esta es una regla que pertenece
al código moral explícito de multitud de personas. Asumiré que también los
jóvenes de nuestro ejemplo lo defenderían si se les preguntara.
No obstante, en la anécdota narrada líneas atrás, las acciones de
los estudiantes se corresponden con una regla moral tácita muy diferente.
Nótese que ellos mismos deben haber vivido en carne propia las incómodas y poco
pedagógicas situaciones ambientales de la facultad (atribuibles a condiciones
difíciles de variar: clima del país y posición del edificio y de la vía
pública). A su vez, es probable que consideren que un espacio de estudio
sosegado y silencioso es más propicio para la actividad intelectual (a la que
–supongo- se dedican).
La acción de discutir a grandes voces y especialmente, molestarse
cuando se les pidió silencio, son consecuentes con una regla de conducta
egoísta (en el sentido ya presentado): se prefiere una comodidad momentánea
personal (i.e. no caminar hasta fuera del edificio), a costa del
desmejoramiento de las condiciones pedagógicas que sufren otros (aun cuando
ellos mismos padecen –en otros momentos- una situación semejante).
3. Se me vienen algunos otros ejemplos a
la mente de personas que siguen una regla tácita egoísta, pero que no la
defenderían ni públicamente, ni en su fuero interno. Menciono algunos:
El profesor o burócrata dedicado a los derechos humanos o el
predicador cristiano, que gustan en humillar a sus estudiantes o empleados.
Aquellos que arman desorden en las bibliotecas.
El grupo (muy amplio en Costa Rica) de personas que aparcan su
automóvil en vía pública.
Los que confunden las aceras con orinales (nuevamente, típico en
las calles de la capital costarricense)
Un gran “etc.”.
4. Bibliografía
Hospers, J. (1961). La
conducta humana (t. J.
Ceron). Madrid: Tecnos.