Alejandro Guevara Arroyo
Hacia 1943, K. R.
Popper [1902-1994] publicó dos voluminosos tomos sobre un tema lejano a las
materias que ya por aquellos años le habían brindado algún reconocimiento
académico. El libro en cuestión se intituló “La sociedad abierta y sus
enemigos” y presentaba un amplio análisis crítico de ciertas filosofías
políticas y de varios de los más grandes filósofos políticos de la historia
occidental. “Los grandes hombres puede cometer grandes errores y (…) algunas de
las celebridades más ilustres del pasado llevaron un permanente ataque contra
la libertad y la razón”. El deseo de Popper fue el evidenciar los errores de
tales teorías y mostrar cómo, incluso aquellas que no lo pretendían, contenían
elementos que muy pronto llevaban a formas de totalitarismo dictatorial. Así,
somete a Platón, a Aristóteles, a Hegel y a Marx (o por lo menos al llamado
‘marxismo científico’) a una potente batería de críticas.
No es mi intención aquí
defender o defenestrar, en todo o en parte, esa obra de Popper. En cambio,
deseo rescatar una idea puntual que considero de mucha importancia en el
análisis político. Y es la siguiente. A partir de Platón, en la política se
encuentran obsesionados con solucionar el problema ¿quién es el mejor gobernante-soberano?, presuponiendo que una vez
solucionado esto se obtendrá un justo camino para cualquiera desarrollo político
y el respectivo avance social. De tal forma, se ha dicho que el más sabio debe
gobernar; o mejor toda la ciudadanía. O quizá sea la nación la que puede y debe
brindar el recto camino y si no es esta, pues entonces deben ser los
proletarios una vez se hayan liberado de la opresión capitalista. O a lo mejor
una opción totalmente diferente: Dios es el mejor gobernante y la soberanía
descansa en sus representantes en esta tierra (esta respuesta fue explícitamente
defendida por el ayatola Khoemini como justificación de la república Islamista
de Irán). O unos u otros. Pero alguien debe ser el correcto dirigente, el líder.
Aquel que mostrará el mejor y justo camino hacia una vida libre desgracias. Y
esta idea no solo se encuentra entre los grandes académicos, sino que está
calada en la opinión regular de las personas de toda estirpe.
Lo que aquí quiero
decir es sencillamente lo siguiente: tal doctrina parte de un problema que es
tanto falso como perjudicial. Esa búsqueda del correcto gobernante debería
dejar de dominar al pensamiento académico y político-social y ser sustituida
por dos preguntas más concretas: La primera fue la específica sustitución que
propuso Popper: ¿En qué forma deben
organizarse las instituciones políticas para que los malos gobernantes no hagan
mucho daño? (sobre el que referiré en otra oportunidad). Una vez solucionado esto, tenemos la cuestión de cómo lograr un buen gobierno. Pero aquí debemos atender al siguiente problema.
El segundo problema es,
¿cuáles son –o pueden ser- las soluciones
adecuadas a los problemas sociales que nos afligen (y cómo evaluarlas)?
(este es también parte de las consideraciones del mismo pensador austriaco, y,
por así decirlo, la otra cara de la moneda de la deconstrucción crítica del
problema del buen gobernante). En síntesis: el primero se preocupa por el
problema de los gobernantes y el segundo, por el problema de la política.
Quizá no resulte
impactante de entrada tal planteamiento, pero un ejemplificación puede
mostrarnos la diferencia radical. Mientras que desde la perspectiva tradicional
el análisis de la situación política de un país se enfoca casi exclusivamente
en los políticos de turno y, si las cosas no van bien, busca un gran líder que
saque al país de sinuosas dificultades (el caudillo carismático tantas veces
visto en Latinoamérica y otras partes del mundo sub-desarrollado durante el
siglo XX), la segunda posición se preocupa por encontrar los problemas y soluciones
concretas y las formas de evaluar sus características y su idoneidad. Quién
señale las críticas y defienda ciertas soluciones importa poco. Lo relevante
son las críticas y las soluciones, ellas mismas.
Como dije, creo que el
problema del buen gobernante es tanto falso como perjudicial. En primer lugar,
es una posición falsa, según lo que se sabe de las personas y nos ha
ejemplificado la historia en tantas ocasiones. Aquí no presento un gran
descubrimiento, únicamente vengo a recordar que, quiéranlo o no, las personas
comenten errores en sus decisiones y en sus acciones (aún las bien
intencionadas) y lo mismo es cierto para los partidos políticos o los grupos de
personas. Y esto sin tener en cuenta el fantasma de la concentración tiránica
de las potestades de gobierno ante el que tantos individuos han sucumbido a
través de la historia. De forma que en realidad no puede darse solución al
problema del buen gobernante, pues no hay garantía de que alguien pueda ser el buen
gobernante en los términos pretendidos (i.e. el líder que guíe por el buen
camino).
En segundo lugar,
quiero señalar dos consecuencias indeseables del problema del buen gobernante.
Ambas tienen una correlación muy cercana: la primera es que invita al
dogmatismo y al fanatismo, que considero peligrosos, pues una vez que alguien
cree haber encontrado al buen gobernante, lo que haga este queda
automáticamente inmunizado contra la crítica (ya que no se equivoca, en acuerdo
con el supuesto falso ya denunciado líneas atrás). La segunda, como dije está muy
relacionada con la anterior. Si uno se dedica a buscar razones para creer que
alguien es un buen gobernante, saca de foco precisamente algo de importancia
humana clave: los problemas reales que sufren las personas, sus causas y sus
posibles soluciones. Concentrados los esfuerzos mentales en el buen gobernante,
desaparecen las personas y sus martirios, que para cualquiera que se sienta
aquejado por la compasión y la empatía, deberían más bien mantenerse en primer
plano.
En suma, estas son las
críticas generales que encuentro en tal perspectiva de la política. Valgan
algunas aclaraciones. Evidentemente, cada una de las teorías que responden al
problema del buen gobernante, parten de una base antropológica diferente a la
que he defendido. Lo que digo es que tal base antropológica, en la cual hay
personas que ni siquiera cometen errores, es falsa. No obstante, la refutación
de cada una de tales teorías es materia de un tratado (como el de Popper),
tarea que aquí ni siquiera he intentado aquí. En segundo lugar, debo precisar
que no estoy defendiendo que las personas, en la vida política práctica, no
tengan en cuenta quién dice qué. Empero, sí creo que no debería ser lo único ni
lo principal que captara su atención en el análisis político real; y aún menos
en el estudio político académico. En vez
del gran líder, deben interesar las buenas soluciones.
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