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viernes, 18 de octubre de 2024

Democracia, política y violencia

La política es un espacio artificial creado en la modernidad occidental. No es una característica natural de todas las sociedades; en algunas nunca ha existido. Sin embargo, se funda sobre un hecho preconstitucional o pre-político (como lo denomina Castoriadis): la conflictividad interna inherente a las sociedades modernas.

Para generar una dinámica de poder estable, la modernidad occidental recuperó un artefacto de la antigüedad greco-latina: la política. Un espacio práctico acotado que traduce la conflictividad social en desacuerdos sobre justicia, derechos, bienestar y bien común.  

El espacio político convierte decisiones que, sin él, se tomarían con violencia, en decisiones que se toman a través del poder de las palabras: mediante la convicción, el consenso y la persuasión. En su versión democrática, la política opera mediante varios mecanismos:

(a) Deliberación pública: para ganar “las mentes y los corazones” de la ciudadanía (Cristina Lafont).

(b) Negociación: que, en su mejor versión, se traduce en compromisos entre orientaciones ideológicas (como defendió hace tiempo H. Kelsen).

(c) Votación: Cuando el desacuerdo político persiste tras la deliberación y la negociación (lo que es usual), se recurre al mecanismo de la votación (de la ciudadanía o sus representantes), en la que se sigue el principio ‘una persona un voto’ –pero es imprescindible notar que la votación se da luego de los otros procesos político, como recuerda el magistrado alemán Böckenforde-.

En este punto, es importante precisar que estos mecanismos está enunciados en términos amplios. Sin embargo, no ha de entenderse que ahí están señaladas formas precisas de cómo ha de llevarse adelante el desacuerdo político. Cabe destacar que, bajo el primer mecanismo, pueden incluirse incluso prácticas políticas de "alta intensidad"[1].

Es más, considero que está ampliamente justificado que tales prácticas estén protegidas constitucionalmente. La política de alta intensidad resulta particularmente pertinente en comunidades políticas como las latinoamericanas, donde existe una profunda desigualdad social en los recursos necesarios para acceder al poder político. Esta desigualdad favorece a pequeñas élites político-económicas, pero limita el acceso al poder de una mayoría de la ciudadanía, y, especialmente, a grupos estructuralmente excluidos (por factores económicos, raciales, étnicos, entre otros). En estas condiciones, es razonable que la política adopte formas diversas y en ocasiones intensas, con el fin de que ciertas voces, preocupaciones e ideologías sean escuchadas tanto por el resto de la ciudadanía como por quienes ocupan cargos de representación.

En síntesis, el pueblo en una democracia moderna es un pueblo en desacuerdo sobre qué reglas son justas o adecuadas para vivir en comunidad, pero que comparte normas y procedimientos para resolver esos desacuerdos, tratando a toda la ciudadanía como agentes políticos iguales. El desacuerdo político es una de las facetas constitucionalmente inherentes e imborrables de la democracia.

Las acciones que niegan este desacuerdo, que buscan suprimir alguna de las orientaciones ideológicas presentes en la comunidad o que intentan resolver el conflicto fuera de los cauces políticos, no son otra cosa que actos de violencia política. Estas acciones se colocan fuera de los marcos de la democracia constitucional y pueden constituir una de las principales amenazas para su subsistencia [2].



[1] Es más, considero que está ampliamente justificado que tales prácticas estén protegidas constitucionalmente. La política de alta intensidad resulta particularmente pertinente en comunidades políticas como las latinoamericanas, donde existe una profunda desigualdad social en los recursos necesarios para acceder al poder político. Esta desigualdad favorece a pequeñas élites político-económicas, pero limita el acceso al poder de una mayoría de la ciudadanía, y especialmente a grupos excluidos estructuralmente (por factores económicos, raciales, étnicos, entre otros). En estas condiciones, es razonable que la política adopte formas diversas y en ocasiones intensas, con el fin de que ciertas voces, preocupaciones e ideologías sean escuchadas tanto por el resto de la ciudadanía como por quienes ocupan cargos de representación.

[2] Los ejemplos en la historia occidental son muchos. Pueden traerse a colación algunos casos latinoamericanos. Del lado de las derechas: el golpe de Estado que sucedió en 1966 en Argentina, mediante el cual el general filo-fascita Onganía expulsó al presidente socialdemócrata del partido Unión Cívica Radial Arturo Umberto Ilia. El golpe contra el presidente guatemalteco Juan Jacobo Árbenz Guzmán, en 1954, orquestado por la CIA y apoyado por la derecha guatemalteca. Por supuesto, el golpe de Augusto Pinochet en contra del presidente legítimo, el socialista Salvador Allende, en 1973. Por el lado de las izquierdas, están los movimientos revolucionarios que en la década de la década de 196 y 1970 sembraron terror en las débiles repúblicas latinoamericanas: Montoneros, las ERP, Sendero Luminoso, las FARC-EP, entre otros muchos. Las derechas han procedido bajo el entendimiento de que aquellas acciones de movimientos políticos contrarios son de tan inaceptables, sus fines tan incorrectos desde sus posiciones ideológicas, que no resulta necesario cumplir las reglas democráticas que sí reclaman para sí mismas, con tal de no habilitar el avance político de sus adversarios. Las izquierdas revolucionarias, por su parte, incurrieron en lo que Engels denominó comunismo infantil, que en mi versión consiste en lo siguiente: la creencia (y consiguiente práctica) de que basta obtener ‘el poder’ para superar el hecho de la política, o sea, el hecho del desacuerdo y encaminarse así a una sociedad sin dominación (hay un trasfondo aún más profundo en este punto, que aquí no puedo desarrollar; sugiero acudir a Atria, La Forma del Derecho, capítulo 21).

domingo, 29 de septiembre de 2024

La Asamblea Legislativa no existe

 Alejandro Guevara Arroyo

1.       Recientemente[1], el Centro de Investigación y Estudios Políticos de la Universidad de Costa Rica  publicó su último Estudio de Opinión Sociopolítica[2]. Ahí se constató, una vez más, que la población costarricense tiene bajísima valoración de dos instituciones claves de nuestro diseño constitucional democrático: la Asamblea Legislativa y los partidos políticos. De un total de 21 instituciones centrales en la sociedad nacional, las mentadas instituciones políticas son las dos peor valoradas. Posiciones casi idénticas se ha registrado de forma ininterrumpida desde la primera aparición del informe, en el 2012[3]. Resulta notable que las dos instituciones tienen un papel central en el ejercicio del más importante poder en una República: el legislativo. Sospecho que la opinión negativa de la ciudadanía apunta a un problema grave en el funcionamiento de las instituciones que ejercen ese poder público.

 Me gustaría articular un dictamen del problema, de su fuente, y sugerir una vía de solución. Estimo que se tratan de puntos poco considerados en la discusión pública, que se concentra más bien en el desempeño circunstancial de dichas instituciones. Creo que este estudio del CIEP apunta hacia una hacia una situación sensible: que la Asamblea Legislativa de Costa Rica, como realidad institucional que hace posible el auto-gobierno mediante las leyes, no existe (o –al menos- está cerca de no existir).

Con su opinión, la ciudadanía reconoce la inexistencia de esa institución. El descontento contra esos espacios es disparado por el hecho de que se supone que ella da forma una serie de prácticas de ejercicio del poder político que cumplen una función democrática clave, pero que en los hechos se revela definitivamente incapaz de alcanzar la meta.  Los determinantes profundos de esta situación se encuentran en al menos dos niveles: (a) que las prácticas de quienes accionan bajo esa institución no corresponden del todo con la función que esta intenta desempeñar y (b) que no existe la realidad sociológica que requiere para tener sentido. A continuación ampliaré estos asuntos.

2.       Las instituciones políticas tienen una estructura y esta determina su funcionamiento. La estructura logra esto porque es una normatividad articulada que quienes accionan en la institución ven como sus normas (las ven desde el punto de vista interno, para utilizar la famosa expresión de H. Hart).

3.       Pues bien, las instituciones en general tienen ciertas estructuras para cumplir funciones sociales. Las funciones, entonces, determinan a las estructuras. Ahora, las instituciones políticas modernas fueron diseñadas para lograr funciones políticas. Esto quiere decir que su normatividad está constituida de tal forma que dirija las acciones para realizar ciertas realidades sociales que sin la institución serían del todo improbable que se dieran. Sin embargo, una institución puede fracasar íntegramente en lograr su función. Esto se puede dar (a) si los practicantes de la institución ya no asumen su normatividad como propia, (b) si la función se ha vuelto totalmente irrelevante (no es una función aceptable o concebible) y/o (c) si las condiciones sociales sobre las que opera la institución son de tal índole que no sólo es improbable que sin la institución se dé la realidad social que la institución busca, sino que en cualquier caso es imposible alcanzar el objetivo (o, al menos, eso creen los agentes –por cierto, en este nivel, creer es actuar-). En tales casos, es probable que la institución como tal haya dejado de existir, si bien tal hecho puede no ser claramente aceptado en la sociedad.

4.       Según la Constitución Política de Costa Rica, la potestad de legislar reside en el pueblo, pero este la delega en la Asamblea Legislativa[4]. Esto no es nada trivial, pues señala (y constituye) la función de esa institución. Permítaseme explicarme: en la base de la estructura constitucional de una república democrática, se encuentra la opción por el gobierno de las leyes (no de las personas). Las leyes, entonces, son las que tienen la autoridad. No obstante, para que las leyes no sean mera imposición sobre la ciudadanía, deben ser su propia decisión deliberada. Que sea una decisión deliberada quiere decir que no es una imposición ni una mera negociación, sino que se trata de una decisión basada en razones. Que sea de la ciudadanía supone que cada integrante de ese conjunto, de alguna forma, es tomado institucionalmente en cuenta como un agente político con igual dignidad.

Sin embargo, en la visión constitucional de la moderna occidental, se entendió que el pueblo no podía presentarse in propia persona a tomar la decisión deliberada de las leyes que han de tener autoridad ante sí mismo. Por eso, requería una particular institución que interviniera por él. Esta es la Asamblea Legislativa, en la cual está delegada dicha función política fundamental: la de hacer probable que el pueblo decida, deliberativamente, las leyes que lo gobiernan. Para lograr la función, la institución debe reflejar en su diseño aspectos claves del pueblo: debe mostrar las distintas alternativas ideológicas sobre el bien común, la justicia y los intereses que se encuentran en la sociedad; debe respetar a cada individuo como un agente con igual dignidad; y el procedimiento de toma de decisiones ha de habilitar que estas sean tomadas con base en razones. Satisfacer estos requerimientos explica el diseño de la institución realmente existente: (a) sus integrantes reflejan las preferencias y concepciones políticas de la ciudadanía, encauzadas e informadas mediante los partidos políticos (he aquí, por cierto, su función constitutiva); (b) dichos integrantes son seleccionados mediante un procedimiento que respeta la posición de cada persona ciudadana igualitariamente y ellos mismos tienen igual dignidad dentro del cuerpo colegiado y (c) deben tomar sus decisiones basándose en razones políticas, filtradas por medio del debate. (d) Al final de este, se realiza una votación para decidir si se aprueban las propuestas legales. Por ello, según el diseño institucional, la Asamblea Legislativa selecciona sus integrantes a partir de la votación universal de la ciudadanía sobre las alternativas ofrecidas por los partidos políticos y el procedimiento de decisión del cuerpo colegiado requiere parlamentar antes de votar.

5.       Propongo que la decepción de la ciudadanía respecto de la la Asamblea Legislativa y los partidos políticos, se da por su reconocimiento de que lo que ahí sucede no cumple ni puede cumplir la función que el diseño de la institución pretendía hacer probable. La Asamblea Legislativa no existe. Esto se nota porque la descripción realista de las prácticas que ahí se desarrollan no se corresponde del todo con las acciones que el diseño institucional pretende dirigir. En primer lugar, los partidos políticos son percibidos no ya como los espacios mediante los cuales la ciudadanía encauza y discute sus concepciones del bien común, de la justicia y de sus intereses. En Costa Rica, los partidos políticos no son partidos políticos: son meras facciones, o sea, grupos de personas que trabajan para sus propios intereses y para la supervivencia del grupo que asegura la satisfacción de esos intereses. En los partidos políticos, la presencia de la ciudadanía se ha vuelto irreal.

En segundo lugar, las elecciones periódicas como único mecanismo institucional de contacto genuino de la ciudadanía con las fracciones legislativas se muestra totalmente insuficiente para informar y controlar el comportamiento de estas. En tercer lugar, el parlamento como mecanismo de decisión (casi) no existe. Las formas del debate se han vuelto puro formalismo. Uno no puede sino sentir que las decisiones políticas claves son tomadas casi exclusivamente mediante negociación (ora pública, ora oculta). Pero la negociación no es un debate. De hecho, creo que el debate genuino es tan irreal, la institucionalidad tan incapaz de lograrlo, que ciudadanía y políticos ya no recuerdan qué significa debatir.

En cuarto y último lugar, la idea de representación de la ciudadanía es sociológicamente imposible, porque la ciudadanía ya no puede ser segmentada en grupos compactos a partir de sus intereses y concepciones políticas. La ciudadanía contemporánea se ha desagregado en complejos entramados de intereses y concepciones. Por ejemplo, hoy día el obrero de una fábrica puede además ser una persona religiosa, adversa a la existencia de sindicatos, un ambientalista y un cosmopolita, puede favorecer los derechos de minorías LGTBI y estar en favor del punitivismo radical sobre la delincuencia, etc. Su compañera de trabajo, su vecino o un familiar pueden tener una articulación de intereses y concepciones parcial o totalmente distinta.

Sin embargo, los mecanismos de representación política articulados en la Asamblea Legislativa mediante la votación de la ciudadanía sobre las alternativas brindadas por los partidos políticos, suponen que la sociedad se divide en grupos políticamente compactos. Es en atención a estos grupos que se organizará el cuerpo colegiado representativo. La realidad sociológica de nuestra ciudadanía contemporánea no se corresponde con la sociedad supuesta por el diseño de la Asamblea Legislativa. Por ello, resulta dudoso que aun si no existieran las otras dificultades mencionadas previamente, este mecanismo institucional pudiera cumplir su función de hacer probable el auto-gobierno.

6.       Algunas de las causas de la realidad recién descrita podrían corregirse parcialmente: una reforma cuidadosa del diseño de la Asamblea Legislativa y de los partidos políticos podría contribuir en hacer más probable que cumplan su función (v.g. los partidos políticos podrían rediseñarse de forma que evitaran el elitismo que inhibe la convocatoria y presencia de la ciudadanía en sus espacios).

Empero, creo que sólo el rediseño constitucional profundo y creativo de la sala de máquinas del poder político podría hacer viable lo que hoy día es totalmente improbable, o sea, que el gobierno de las leyes sea auto-gobierno de la ciudadanía. Ejemplos de un camino posible pueden ser la ampliación y profundización de los mecanismos de democracia participativa (que sin embargo deben ser cuidadosamente diseñados para evitar diversos peligros, v.g. su cooptación populista)[5] y la constitución de espacios para la deliberación ciudadana vinculante (v.g. mediante asambleas ciudadanas o cabildos abiertos, etc.), entre otros.

7.       En Costa Rica, la Asamblea Legislativa está diseñada para hacer probable el auto-gobierno mediante las leyes. Los partidos políticos forman parte necesaria de ese mecanismo. Esta es la función constitutiva de esas instituciones sociales. No obstante, este aparato ha fracasado para cumplir su función y por ello la república democrática es hoy una idea con poca realidad en la sociedad. Dado que es imposible que cumplan su función, en cierto sentido, esas instituciones han dejado de existir (lo que no quiere decir que en su lugar no exista otra cosa). Reflejo del reconocimiento de estos hechos es el profundo descontento y desconfianza de la población para con dichas instituciones, que son identificadas como espacios de poder político que prometen que en su funcionamiento hay un lugar clave para la ciudadanía, promesa que sin embargo fracasan en cumplir.

8.       Bibliografía relevante:

Atria, Fernando. 2016. La forma del Derecho. Madrid: Marcial Pons

Feenstra, R., y Welp, Yaninna. 2019. "Sobre demos, cracias y gogias: reflexiones sobre las democracias." Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política, Humanidades y Relaciones Internacionales 21 (42): 585-604.

Fiovaranti, M. 2014. Constitucionalismo, experiencias históricas y tendencias actuales. Madrid: Trotta.

Gargarella, R. 2014. La sala de máquinas de la Constitución: dos siglos de constitucionalismo en América Latina (1810-2010). Buenos Aires: Katz.

———. 2018. El Derecho como una conversación entre iguales. Buenos Aires: Siglo Veintiuno.

Lafont, Cristina. 2020. Democracy without Shortcuts: A Participatory Conception of Deliberative Democracy. New York: Oxford University Press.

Lissidini, Alicia y Ovares Sánchez, Carolina. 2020. "Cómo el referéndum puede impulsar el diálogo entre iguales." Revista de Estudios Políticos. 185: 115-138.

Waldron, Jeremy. 2005. Derecho y desacuerdos. Madrid: Marcial Pons.



[1] Este documento fue publicado originalmente el 23 de setiembre del 2020 en un blog filosófico costarricense, ya desaparecido, que se denominó Laboratorio de Filosofía Emergente. LAFE fue un proyecto de discusión formado por profesoras y profesores de la Universidad de Costa Rica y de la Universidad Nacional de Costa Rica.

[2]https://ciep.ucr.ac.cr/wp-content/uploads/2024/09/INFORME-DE-RESULTADOS-DE-LA-ENCUESTA-CIEP-UCR-Septiembre-2024-2.html

[4] Artículo 105.

[5] El cardinal ejemplo de Suiza es una muestra de lo que es posible y deseable.