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lunes, 21 de diciembre de 2015

El caso de los estudiantes bulliciosos analizado mediante la distinción entre reglas morales tácitas y explícitas

Alejandro Guevara Arroyo


1.             En el texto de John Hospers (1961, 24-27), leí la distinción entre reglas morales tácitas y explícitas. Esta distinción es útil para diferenciar moralmente entre lo que las personas dicen y lo que las personas hacen. Las reglas morales explícitas son aquellas normas de conducta que las personas defienden como propias ante sí mismos y ante los otros. Mientras tanto, las reglas morales tácitas son aquellas normas presupuestas en nuestra conducta efectiva.
1.1.       A continuación algunas precisiones metodológicas y epistémicas sobre la distinción.
1.1.1. Quien analiza una situación mediante esta distinción, presenta una reconstrucción hipotética de aquellas reglas morales que serían consecuentes con ciertas conductas efectivas. Dicho análisis no puede recibir otro estatuto epistémico pues: (i) la propia persona cuya conducta se examina no expresa dichas reglas (y muchas veces, no es consciente de ellas) y (ii) una conducta puede ser consecuente con un conjunto amplio de reglas morales o con una multitud de códigos que ordenan dichas reglas.
1.2.1. Por otra parte, la hipótesis que se presenta utilizando dicha distinción puede ser testada  (a) mostrando que la o las reglas morales reconstruidas no son en realidad consecuentes con la conducta o (b) exponiendo que la conducta efectiva es más complicada que lo que el analista asumió. Si (b) fuera el caso, es posible que sea errada la hipótesis reconstructiva sobre reglas tácitas. En acuerdo con lo anterior, las hipótesis presentadas utilizando este instrumento conceptual tienen una baja posibilidad crítica intersubjetiva, aunque no es nula.
2.             Utilicemos este instrumentos conceptual para analizar un ejemplo.
2.2.        El hecho que relataré a continuación me sucedió hace poco tiempo, mientras impartía lecciones (de filosofía del derecho) en la facultad de derecho de la Universidad de Costa Rica. Como el lector quizás sepa, el edificio de la facultad de derecho se encuentra a pocos metros de una concurrida vía principal de la capital costarricense. Así, lo normal es que el docente debe luchar por ser escuchado por encima del barullo de los vehículos automotores de toda calaña que transitan mientras se imparten las lecciones.
Debido a esto, cierro las ventanas de las clases, esperando así reducir el escándalo. Esta solución crea otro problema: en las húmedas mañanas costarricenses, la temperatura promedio puede rondar los 25 grados centígrados. Con las ventanas y puerta cerrada, el aula se transforma en un espacio análogo a una sala sauna. Así, para no vernos sometidos a una situación ya rayando lo tragicómico, abro la puerta de mi clase para que circule algo de brisa.
Con estas aclaraciones situacionales previas, les presento de seguido el anticipado ejemplo. En uno de esos días colmados de ruido y calor, sucedió que (mientras alguno de mis discentes exponía) un grupo de estudiantes de alguna otra clase emprendió un vehemente debate en el pasillo de la facultad, dedicado a determinar el lugar en que se reunirían en horas de la tarde (olvidé cuál sería el motivo de su encuentro, aunque también de esto me enteré sin quererlo). Sorprendido por la situación, acudí al exterior del aula y les solicité que se dirigieran a otro espacio fuera del recinto académico para solucionar su pesquisa. Intentando no exaltarme, les hice ver que estaban perturbando la actividad intelectual que se estaba realizando en la clase.
Para mi asombro, varias de las personas a las que me dirigí se mostraron considerablemente molestas por la solicitud. Inicialmente, se negaron a partir y luego (tras insistir yo y llamar la atención sobre algunos artículos del reglamento de orden y disciplina universitario que favorecían mi posición) se retiraron mal humorados.
2.3.       Analicemos este caso. En Costa Rica, como en tanto otro lugares, es común que las personas consideren y defiendan que la solidaridad y la empatía son cuestiones deseables y valiosas. Por otra parte, el egoísmo (esto es, actuar en beneficio propio a costa y sin tener en cuenta el bienestar ajeno) es algo que debería sancionarse en la mayoría de los casos. Esta es una regla que pertenece al código moral explícito de multitud de personas. Asumiré que también los jóvenes de nuestro ejemplo lo defenderían si se les preguntara.
No obstante, en la anécdota narrada líneas atrás, las acciones de los estudiantes se corresponden con una regla moral tácita muy diferente. Nótese que ellos mismos deben haber vivido en carne propia las incómodas y poco pedagógicas situaciones ambientales de la facultad (atribuibles a condiciones difíciles de variar: clima del país y posición del edificio y de la vía pública). A su vez, es probable que consideren que un espacio de estudio sosegado y silencioso es más propicio para la actividad intelectual (a la que –supongo- se dedican).
La acción de discutir a grandes voces y especialmente, molestarse cuando se les pidió silencio, son consecuentes con una regla de conducta egoísta (en el sentido ya presentado): se prefiere una comodidad momentánea personal (i.e. no caminar hasta fuera del edificio), a costa del desmejoramiento de las condiciones pedagógicas que sufren otros (aun cuando ellos mismos padecen –en otros momentos- una situación semejante).
3.             Se me vienen algunos otros ejemplos a la mente de personas que siguen una regla tácita egoísta, pero que no la defenderían ni públicamente, ni en su fuero interno.  Menciono algunos:
El profesor o burócrata dedicado a los derechos humanos o el predicador cristiano, que gustan en humillar a sus estudiantes o empleados.
Aquellos que arman desorden en las bibliotecas.
El grupo (muy amplio en Costa Rica) de personas que aparcan su automóvil en vía pública.
Los que confunden las aceras con orinales (nuevamente, típico en las calles de la capital costarricense)
Un gran “etc.”.
4.            Bibliografía
Hospers, J. (1961). La conducta humana (t. J. Ceron). Madrid: Tecnos.